Era un lunes. Teníamos reunión con Tomás para repasar la agenda semanal de Cannis. Nada fuera de lo habitual: prioridades, pendientes, ideas. Pero antes de arrancar, Tomás me frena:

—Che, ¿viste los comentarios de la última publicación?

Yo no los había visto. Abro el post, me deslizo hacia abajo, y ahí estaban: frases duras, punzantes, de esas que te hacen poner cara de culo aunque estés con el mate en la mano. Un poco te dan bronca, porque sentís que hay prejuicio, pero al mismo tiempo te dejan pensando. Porque más allá del tono, hay algo ahí que tiene sustento. Algo que incomoda porque te obliga a mirarte.

Cito:

“¿Son ustedes una fábrica de ONGs y Reprocannes?”
“Montan kioscos con la necesidad ajena.”
“Lucro con la vulnerabilidad.”

Tomás estaba preocupado. A nadie le gusta que le digan que está aprovechándose de una necesidad. Pero además del señalamiento, lo que flotaba era un tono de prejuzgar y banalizar nuestro trabajo: reducirlo todo a trámites, formularios, oportunismo.

El intercambio fue respetuoso, incluso interesante. Pero después de cerrar la reunión, me quedé pensando. Pensando si realmente existe esa dicotomía: ONGs versus industria, activismo versus empresa, política versus gestión. ¿No será que muchas veces repetimos esos binarismos por inercia? ¿O por miedo a perder el control de lo que alguna vez sentimos como propio?

Me encontré con dos miedos bastante comunes: por un lado, el temor de algunos activistas a que, si algo se vuelve más profesional o estructurado, pierda su esencia. Por otro lado, una mirada empresarial que desconfía de cualquier iniciativa que no tenga un plan de negocio detrás. ¿Por qué molesta tanto cuando algo funciona bien, si todos queremos lo mismo: que más personas accedan al cannabis medicinal? ¿Es ego o simplemente desconfianza de costumbre?

Estas dudas me empujaron a investigar cómo, en otros rincones del planeta, activismo e industria chocan… y a veces se abrazan. Y también a revisar qué tan sinceras o cómodas son ciertas críticas que, por momentos, parecen más expresión de territorialidad que de compromiso con el bien común.


Parte II: Casos de convivencia y fricción

Uruguay: el equilibrio posible (con sus tropiezos)

Uruguay fue pionero y sigue siendo referente. Desde 2013 tiene tres vías habilitadas: autocultivo, clubes sociales y farmacias con licencia estatal. Hoy hay más de 200 clubes funcionando y 18 farmacias que venden THC a precios regulados por el IRCCA.

Este experimento demuestra que economía social e industria no solo pueden coexistir, sino reforzarse: los clubs proveen autonomía y comunidad; las farmacias, escala y calidad. Pero el paraíso oriental también tiene su burocracia: informes mensuales, inspecciones, y renovaciones de licencias que se demoran más que un cultivo de exterior. Y ojo, según El País Uruguay, algunas farmacias aplican márgenes del 50 %. La planta, al final, entra en góndola con precio de boutique.

Lo que enseña Uruguay no es que todo esté resuelto, sino que un sistema mixto puede funcionar si se lo vigila de cerca y no se lo romantiza.

California: ¿justicia reparadora o deuda insalvable?

California fue más ambiciosa: licencias de equidad social, subsidios, créditos, todo lo que suena progresista en una sola ley. Pero en la práctica, los pioneros de la equidad como Madison Shockley III y Kika Keith acumulan deudas millonarias y los fondos estatales llegan con la misma agilidad que un porro en la ducha.

Sumale los costos de apertura, los impuestos imposibles y la competencia con MSOs (operadores multiestatales) y tenés una tormenta perfecta. El dealer de la esquina sigue siendo más barato y más directo.

¿Que rescatamos de esto? Que sin estructura, hasta el discurso más inclusivo termina siendo una decoración barata para tapar el quilombo.

Argentina: la moneda todavía en el aire

Y entonces llegamos a casa. Argentina no es un modelo, es un momento bisagra. Un campo fértil donde conviven las peores mañas de la vieja política con un potencial enorme. Por un lado, tenés la postal grotesca de la viveza criolla, con feudos como el de Jujuy que usan la planta como coartada para negocios familiares. Pero por otro, y con mucha más fuerza, hierve un ecosistema de ONGs valiosas y actores comprometidos que ven en esto no solo una causa, sino una economía dinámica para pelear la crisis. Uruguay y California son espejos, pero nuestro partido se juega acá. La moneda sigue en el aire, y la pregunta es qué vamos a construir con este potencial antes de que la inercia, o los vivos de siempre, nos ganen de mano.


Conclusión editorial: entre el temor, la autocrítica y la oportunidad

Es entendible que muchos activistas se pongan en guardia ante el avance de lo industrial. No faltan oportunistas que, bajo el disfraz de ONG, buscan rentabilidad rápida. Pero también hay que hacer autocrítica: en el ecosistema cannábico conviven figuras públicas y referentes que, con el tiempo, parecen más preocupados por sostener su lugar que por ampliar derechos o mejorar el acceso.

Se le exige a Cannis lo que no se le exige ni al Estado ni a referentes históricos . Se le pide ser la ONG perfecta, la empresa impecable y el militante honesto al mismo tiempo. Y no, no somos eso. Somos una herramienta, una infraestructura pensada para ordenar, facilitar y construir con quienes quieran jugar en serio.

No entramos en la dicotomía simplista de ONG versus industria. Venimos con una visión integral, sabiendo que habrá quienes se quieran aprovechar, pero sin romantizar la precariedad como forma de pureza queremos que la clandestinidad termine.

Y sí: el futuro del cannabis se va a escribir con alianzas imperfectas, con fricciones, con discusiones incómodas. Pero también con reglas claras, redes compartidas y voluntad política. Y eso eso exactamente es lo que estamos construyendo.